martes, marzo 11, 2008

María



Ellos son Luis y María, mis abuelos paternos. Mi abuelo Luis, amigo de los amigos, padre cariñoso, amante de la buena mesa, el charleston y un buen vaso de vino, falleció en 1977 producto de una infección post operatoria en el Hospital J. J. Aguirre, estafilococo dorado. Era un hombre muy sano pero la bacteria fue más fuerte, mi abuela María aún le sobrevive, juntos tuvieron cinco varones, Luchín, quien falleció en un accidente en su juventud, Alex, Tito, mi padre que lo arrastró el cáncer hace más de diez años, Quico, Carlos y Robinson y cuatro hijas, Mila quien murió este año producto de un enfisema pulmonar a los 80 años, Nana, Sonia y Teresa. Además mis abuelos criaron a Luis Enrique, el mayor de mi tío Quico. Aparte de 36 nietos y un número indeterminado de bisnietos e incluso se que al menos existe un tatara nieto.
Mi abuela cumplió hace muy poco 98 años, pero no hay nada de que alegrarse, ha tenido una vejez muy dura. La vida le fue pasando la cuenta hasta quedar postrada en una cama, dentro de un gran casa en la calle Inglaterra, desde ese momento se comenzaron a suceder una serie de tristes acontecimientos que fueron perjudicando aún más su situación, los hermanos debían tomar decisiones para que tuviera los cuidados y la compañía necesarios, no obstante no todos asumieron la responsabilidad, muchos dieron un paso atrás y eligieron las peores soluciones.
Recuerdo aquellos trasnoches bajo el parrón, la música, los rock and roll, las risas, el sonido de los cubiertos, las guirnaldas, esperando las doce de cada fin de año, los abrazos, los primos, los fuegos artificiales, la virutilla encendida girando amarrada de un cordel y nosotros haciendo ruedo gritando y corriendo, había que tener cuidado al pasar por el pasillo, podían haber pulguitas que al pisarlas se encendían y saltaban crepitando por todos lados. Hoy la gran casa está vacía, mi abuela se encuentra en un hogar muy retirado de Santiago, ayer estreché sus manos, siempre me reconoce al igual que a mi madre, su memoria es débil, sus ojos entelados no le permiten ver claramente, su voz es apagada y prácticamente inaudible, su cuerpo magullado y torcido cual tronco de centenario roble la obligan a mantenerse en una silla de ruedas.
El hogar de aspecto campestre, rodeado de frutales, con largos corredores donde se disponen los ancianos, muchos de ellos absolutamente olvidados, enterrados en vida, algunos desplazándose lentamente con la ayuda de un bastón o de un auxiliar o sentados en un sillón masticando sus recuerdos o durmiendo un grato sueño que los lleva lejos de ahí.
A pesar de la concurrencia, de los supuestos cuidados, del espacio, mi abuela se siente tan sola como los demás, añorando su casa, sus mantos de Eva gigantescos, sus coloridos cardenales, sus oscuros higos, sus jugosas ciruelas, el almíbar de sus uvas, el crujir de sus puertas, la tenue luz matinal bajando por la ventana del comedor, las sonrisas de sus nietos, las leyendas sobre la casa, las historias de infancia, los chistes fomes de mi abuelo, la mesa que se hacía pequeña por la nutrida concurrencia dominical, saboreando las empanadas de queso, los calzones rotos, el pescado frito, las sopaipillas pasadas de los fríos y lluviosos días de julio.
Ayer solté su mano, acaricié su cabeza cana y la besé en la frente deseando que el universo se acuerde de ella y la reúna pronto con mi abuelo, con sus hijos que han partido.
Para que nuevamente pueda entrar a la iglesia del brazo de mi abuelo con su vestido blanco, radiante y hermosa como en aquella gran fiesta en que celebraron sus bodas de oro.
Nos vemos pronto.